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Solo el voto puede frenar la devastación

Solo el voto puede frenar la devastación

Solo el voto puede frenar la devastación


Nuestra democracia constitucional tiene muchos frentes de defensa, pero una sola vía de rescate: la electoral
. Por Javier Martín Reyes.

Devastador no es un adjetivo excesivo. Es un diagnóstico. Porque, a estas alturas, lo de menos es que apenas el 13 % del electorado haya participado en la elección judicial. Lo verdaderamente devastador es que con ese 13 % —una franca minoría— la presidenta Sheinbaum se hizo del control absoluto de los cargos en disputa de los órganos más relevantes del Poder Judicial: la Suprema Corte (SCJN), el Tribunal Electoral (TEPJF) y el nuevo Tribunal de Disciplina (TDJ). Devastador es que también arrasó con decenas de magistraturas de circuito y juzgados de distrito. Devastador es que, en cuestión de semanas, se hayan desmantelado instituciones que tardamos décadas en construir. Devastador es que cientos de personas juzgadoras —que llegaron ahí por méritos, no por lealtades— estén empacando sus cosas, sabiendo que han sido removidas de facto, sin explicación, ni defensa, y quizá incluso sin indemnización. Esta no es una transición. Es una purga. Y es devastador ver, en tiempo real, el derrumbe de la democracia constitucional.

Es difícil no intentar explicar cómo llegamos aquí. Mucho se ha dicho. Que si la transición democrática dejó demasiadas deudas y, por eso, emergió el populismo. Que si no logramos construir una verdadera cultura constitucional y, por eso, las calles no se inundaron de marchas a favor del Consejo de la Judicatura Federal (CJF). Que si el poder judicial no hizo lo suficiente para tener candidaturas propias. Que si los opositores a la destrucción cometieron un error al no participar. Creo, sin duda, que todos estos temas deben ser explorados y discutidos. Pero estoy convencido, sin embargo, de que quizá estamos pasando por alto que ese problema que llamamos reforma Sheinbaum-Obrador tuvo un origen electoral. Y que si su origen fue electoral, su remedio también deberá serlo —o, de lo contrario, no habrá remedio alguno—.

Me explico: esta devastación no sería posible sin la paliza electoral que recibieron las oposiciones en 2024. Es verdad que la mayoría calificada —ese umbral de dos terceras partes que permitió aprobar la reforma judicial— se alcanzó mediante una aberrante interpretación constitucional, un burdo soborno judicial al Tribunal Electoral y una dosis nada despreciable de la más grotesca presión política a senadores de oposición. Pero sería un error no reconocer lo evidente: Morena y sus aliados ganaron con fuerza y contundencia. Obtuvieron el 54 % de los votos en la elección de la Cámara de Diputados. Y lo que nunca había ocurrido en tiempos democráticos, ocurrió: una coalición obtuvo, sola, una mayoría absoluta de votos en las urnas. Esa fue, nos guste o no, la llave que abrió la puerta principal a la reforma judicial.

Si las oposiciones hubieran tenido un mejor desempeño, hoy estaríamos viviendo en otro México. No seríamos Dinamarca, claro está. Pero sí en uno donde Morena y sus aliados no habrían alcanzado la mayoría calificada. No tendríamos reforma judicial. La Corte seguiría funcionando. La carrera judicial seguiría existiendo. Morena y sus aliados quizá podrían reformar leyes secundarias, pero aún existirían contrapesos. La oposición podría presentar acciones de inconstitucionalidad y el amparo seguiría siendo un remedio efectivo frente a los abusos del poder. Quizá el sexenio de Sheinbaum habría sido otro periodo de tensión permanente —como el de López Obrador—, pero no es lo mismo un sexenio de tensiones que un sexenio con vía libre para la devastación. Porque eso es lo que hoy tenemos: vía libre para arrasar. Y todo esto es producto directo de las urnas. Lo que estamos viviendo es, ante todo, el resultado del estrepitoso fracaso de la oposición.

Y así como el origen de esta destrucción fue electoral, su remedio —si ha de existir— también deberá serlo. Hoy los contrapesos institucionales están muertos. Cuando el bloque oficialista se pone de acuerdo, el Legislativo funciona como una simple oficialía de partes. La nueva Corte no será un contrapeso. Las nuevas y nuevos jueces de amparo —incluso quienes tengan los mejores perfiles— estarán permanentemente amenazados por un Tribunal de la Inquisición Judicial dominado por Morena. Si queremos frenar el retroceso hacia un régimen más autoritario, autocrático y militarizado, deberá cambiar la correlación de fuerzas en las urnas. Y si algún día aspiramos a reconstruir la judicatura —y, con ella, la democracia constitucional—, solo podrá hacerse con una nueva mayoría social. Porque hoy, lo queramos o no, lo electoral es la única puerta de salida. Y quizá también la última.

Para que ese cambio electoral ocurra, deben cumplirse al menos dos condiciones. La primera: necesitamos oposiciones comprometidas con la democracia constitucional y con fuerza suficiente para competir en las urnas. Y lo digo en plural: las oposiciones tradicionales, como el PRI y el PAN, deben refundarse o desaparecerán. Las fuerzas emergentes, como Movimiento Ciudadano, deben crecer sin caer en la tentación populista. Y los partidos en gestación, como Somos México, deben demostrar que tienen viabilidad para nacer, sostenerse y convencer. Cuando llegue el día en que las malas decisiones de este gobierno pasen factura —en economía, en seguridad, en servicios públicos—, tiene que haber alternativas viables, creíbles, disponibles. No es física nuclear. Es la lógica más básica de toda democracia electoral: si no hay opción, no hay cambio.

La segunda condición es igual de crucial: deben existir condiciones reales de competencia electoral. Necesitamos árbitros, si no completamente independientes, al menos mínimamente imparciales. Necesitamos reglas que no hagan imposible el triunfo de la oposición. Por eso la próxima gran batalla —la que no podemos darnos el lujo de no dar— es la batalla por la reforma electoral. López Obrador ya puso su propuesta sobre la mesa. Sheinbaum ya dijo que, pasada la elección judicial, iniciará la discusión. Esa reforma no es una más: es la última que falta para transitar a la autocracia. Si la dejamos pasar, quizá ya no haya retorno. Porque si eso se aprueba, Morena quizá no vuelva a perder una elección: ya sea porque la gana por las buenas, o porque no la pierde por las malas.

Por eso, en este contexto, solo el voto puede frenar la devastación.